¡Cuánto te amé!
Actualizado: 21 mar 2022

No puedo olvidarla. Estoy aquí, en la entrada del restaurante “El Valle del Cauca” ─el nombre es el de la región donde María Antonia había nacido─. No es casual, una vez lo elegimos para compartir la cena más romántica, más intensa; allí, sus ojos se ocultaban a los míos y, tímidamente, se dibujaban algunas sonrisas que no puedo olvidar. Decido sentarme en el escalón de cemento que antecede a la puerta de ingreso. La imagen del primer beso aparece de inmediato. Pienso que, desde ese momento, supe que no iba a funcionar. Entrar en esos recuerdos me provoca un profundo dolor. ¿Cómo no fui capaz de darme cuenta? Cuando sus labios –rojos y húmedos– se posaron por primera vez en los míos, una corriente subió desde la punta de mis pies; paseó por todo mi cuerpo con una intensidad que no había sentido antes:
– Amor. Mi amor– pensé.
El día es un fiel reflejo de mi alma: repleto de nubes que no dejan ver su inmensidad. El frío que golpea a Buenos Aires –mi querida ciudad– es tan fuerte que lo siento en mis huesos; la lluvia, agua que cae a mares, pasea por la cuneta arrasando todo a su paso. Mis manos tiemblan tratando de calentarse, las froto –una con la otra– para acelerar el proceso. Los recuerdos siguen invadiéndome mientras continúo aquí sentado: lo que más me gusta de María Antonia es su alegría. Siempre está dispuesta a bailar, a compartir con sus amigos; muchas veces ha pospuesto nuestros encuentros por fiestas, cumpleaños, etcétera. ¡Me encantan esas ganas de divertirse! Pero hay algo que… quiero confesar, en esos encuentros, yo nunca… ¡nunca me acosté con ella! María Antonia siempre quiso que eso pasara; claro, ella es mucho más… ¿cómo yo tendría sexo con la mujer que amo? Aquello es algo carnal. Nada tiene que ver con el amor.

Salgo de ese recuerdo un tanto agitado y conmovido. Paso mis manos por mi cara en un intento por ahuyentar aquel fantasma. Con torpeza, saco un cigarrillo y el encendedor de mi pantalón. Lo enciendo, girando la rueda del encendedor cual ruleta rusa: suerte o verdad. El gas sale emitiendo un silbido. Quedo perdido en el fuego, esa llama ondulante con una amplia gama de colores: un sutil degradado del azul al naranja con tintes amarillentos que, si no se tiene cuidado, puede ser gigante. Entonces, quito mi dedo de la rueda y –mientras aspiro ese veneno que tanto placer me causa– pienso. Observo. Llevo ese pequeño infierno encendido a mi boca, lo toco suavemente, lo mantengo entre mis dedos, lo aspiro. Cada vez que inhalo, la ceniza se acumula y se enciende aún más; cada vez que respiro, el infierno arde y se consume en el calor. El humo sube, baila frente a mis ojos, da vueltas, se enreda y desenreda. Luego, cuando exhalo, esa bola densa de residuos se esfuma, con lentitud, pero desaparece. En ese momento, mi cabeza arroja otra imagen: compartíamos –los dos– un café en uno de mis lugares favoritos. Yo contaba historias que la hacían reír; ella se distraía con la gente que nos rodeaba, su mente siempre tan inquieta.
La tristeza se volvió mi fiel compañera desde que ella se fue a Colombia, su país natal. Es por eso que regreso a “El Valle del Cauca”, necesito tenerla cerca, sentirla acá, conmigo. Respiro profundo, juntando valor. Dejo caer el cigarrillo ya consumido, lo piso y, acto seguido, tomo la manija de la puerta de ingreso. Está abierto. Me adentro en un bosque. Árboles inmensos –hechos de plástico– invaden el lugar. Voy hacia ellos. Por las ramas se asoman unos cuantos pájaros acartonados de diversos colores que me sumergen en la infancia de María Antonia por medio de un recuerdo.
–Cuando era pequeña, mi padre me llevaba a los parques. Se quedaba sentado en un banco, mientras yo corría a su alrededor. Momentos antes de volver a casa, nos acostábamos en el pasto. Mirábamos la diversidad de pájaros que sobrevolaban la ciudad de Cali: grandes, pequeños… –hace una pausa buscando imágenes en su memoria–. …de colores brillantes. Admiro su libertad, creo que por eso siempre quise volar. Es mi mayor anhelo desde hace mucho tiempo atrás –me contaba mientras caminábamos por la jungla de cemento de Buenos Aires.

¡Y yo nunca comprendí aquel deseo! Sacudo mi cabeza para regresar de ese pequeño viaje al pasado. Al hacerlo, reparo en las columnas. Por todas ellas, suben unas plantas trepadoras que se ramifican en el techo, todo es de un verde muy intenso. Rosas –de todos los tamaños–adornan el centro de las mesas. Me quedo quieto en el lugar, cierro los ojos para sentir la humedad que roza mi rostro. Acá, adentro, hace mucho calor, el clima es muy cálido; siento ese abrazo, tan tierno y sutil, que solo una mujer puede dar. El frío del exterior desaparece –casi sin darme cuenta– entonces, me quito mi abrigo y me pierdo en el sonido de unos pájaros que escucho a lo lejos. El verde de los pinos capta por un momento mi atención, me saca de mis pensamientos más profundos. Mi mente salta de rama en rama, se pierde en ellas y las recorre hasta el final. Entre aquel bosque, se oculta un atril. Voy hacia él. Una fotografía de una mujer descansa en el apoyo de madera; los rulos que adornan su rostro me dejaron sin respiración: son tan parecidos a los de María Antonia, a los que un día –entre risas– cortó para darme como regalo. Siempre llevo conmigo ese pedazo de ella en mi billetera, es mi forma de tenerla cerca. Lo saco, y mientras aprecio el retrato de la angelical mujer lo tomo entre mis dedos, lo acaricio, como solía hacerlo cuando ella descansaba en mi cama; como cuando se sumergía en terribles pesadillas y yo trataba de tranquilizarla. Con el mechón en mis manos, leo la frase que se posa sobre la cabeza de la mujer: ¡María! ¡María! ¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara! ¡Cuánto te amé! El hombre enamorado, autor de esa frase, tenía mis palabras en su pluma al momento de pasarlas a la eternidad en un papel.
–¿Sabrá cuánto la amé?– pregunté al aire.

¿Quién era María? ¿Quién la había amado así? Creo que, por un momento, hasta me siento celoso de ese amor, ¿habrá sido correspondido? Tengo que averiguar quién era ella, por qué la habían amado de esa forma, y qué había pasado con ellos. Así es como salgo del bosque, peleando con las ramas para que no interrumpan mi camino. Me detengo en unos carteles que no había visto antes. En la entrada de cada ambiente hay uno hecho de madera –se notaba que habían sido trabajados a mano–. Todos eran distintos: Aposento de Efraín, Aposento de María, Estudio. Entro al Aposento de María; si quiero conocerla es lo correcto. Está adornado con muebles de madera que le dan un aspecto rústico al lugar; las mesas ya están vestidas para el almuerzo: un lindo mantel de puntilla blanca se posa sobre otro más grande, de color rojo. Los platos, de un blanco brillante, esperan colmarse con un delicioso banquete. Estoy en el paraíso. El olor a rosas me embriaga y me eleva a unos centímetros del suelo. La frescura, el aire puro, la sensación de libertad de los pinos más grandes y fuertes que alguna vez vi, me hacen sentir en el cielo. Esa presencia de mujer que me abraza, me llena, me hace tenerla cerca. El canto a la alegría de los pájaros que quieren contarme cuánto vale la pena vivir y estar aquí. Muchas luces de colores apuntan en todas las direcciones, pero una obtuvo toda mi atención: ilumina la mesa donde estuve con María Antonia. De repente, todos los demás focos parecen haberse apagado. Solo veo aquella porción rectangular de madera.
–¡Cuántos recuerdos guardás! –dije en voz alta, acercándome con algo de cautela.

Observo primero las hermosas rosas que están en el centro de la mesa, paso mi mano sobre sus pétalos –como si de su mejilla se tratara–. No puedo sentarme en la silla que ella ocupó esa noche –hace ya bastante tiempo–. No, no puedo. Me siento enfrente. Tantas preguntas hay en mi cabeza, tantos reproches hacia ella; quizá si María Antonia hubiera entendido que yo hablaba de amor... Apoyo mis codos en la mesa, con mis manos sostengo mi cabeza y, al levantarla, el mundo se detiene Ella está frente a mi. Solo nosotros dos. Mis ojos se llenan de lágrimas que limpio un poco nervioso. Los ojos de María Antonia me miran desafiantes, como dos puñales. Su pelo se complementa a la perfección con el bosque que tiene detrás. Los pájaros parecen admirar su belleza: cantan con mucho esmero para que podamos oírlos. De repente, siento la necesidad de hablarle, de decirle cuánto la amé. Pero mis palabras no fluyen, así que decido seguir mirándola. Una sonrisa se dibuja en mi rostro, pero del otro lado, sus ojos se desvían un instante hacia el teléfono celular que dejó muy prolijamente sobre la mesa. Apoya su mano en la mejilla, no hay ni un rastro de sonrisa. Ahí, estiro mi mano para volverla a sentir, para acariciar su piel blanca como una porcelana. Ella niega con la cabeza, moviéndola de derecha a izquierda con tanta calma que ni su pelo acompaña el movimiento. Entonces, cruza las piernas y puedo verlas descubiertas, las recorro con mis ojos hasta dar con una falda negra –bastante sugerente–. Este momento no puedo pasarlo solo frente a ella, necesito valor, fortaleza para enfrentar a la persona más vanidosa y egoísta que se ha cruzado en mi camino. Soy tan débil ante su presencia… Es así como enciendo, casi desesperado, mi segundo cigarrillo. Tras la cortina de humo casi blanco, aparece su cara tal como yo la recordaba. No había olvidado ni un detalle. Sus ojos tratan de expresarme su deseo, me hablan:
–¿Amor? ¿Qué es eso? –me gritan los ojos color miel.
–No hay peor ciego que el que no quiere ver. Admito que siempre supe que era un amor unilateral –le digo con tono firme–. ¿Qué pasa con vos? Seguro enfermaste de mentiras, de odio, y tal vez de amor. Una de las peores maldiciones de origen árabe lo dice: “ojalá te enamores”. Puede que te haya llegado el turno de sufrir, y morir de amor –sentencio.
No obtengo ninguna respuesta pese a mi vano intento de sincerarme. No obstante, aún me queda algo que decirle, la tristeza aparece en mis pensamientos haciéndome consciente por un instante:
–No viviré para ver una vez más tus ojos brillantes como el sol. No viviré para escuchar, aunque sea solo una vez, una palabra de cariño tuya hacia mí. No viviré para que tus manos acaricien mi cara por última vez. No viviré para que me confieses que, tal vez, fui tu gran amor. Solo espero, y es mi mayor deseo, que cuando puedas enfrentarte a vos misma, repases nuestra historia, página por página, que una sonrisa se dibuje en tus labios rojos, que la expresión más pura del alma (las lágrimas) invadan tus ojos por primera vez en tu vida, que los recuerdos siempre te acompañen y puedas decir en voz alta: ¡Cuánto te amé! Aunque ya sea tarde.
Vuelvo a llevar mi cigarrillo a la boca y descubro que, tal vez por los nervios, este rodó por el suelo. Lo busco, miro hacia un lado y otro de la mesa. Cuando vuelvo a levantar mi cabeza, su imagen se pierde como aquella bocanada de humo que dejé salir de mi boca antes de ingresar al restaurante; lento, pero se esfuma. Con la mirada perdida, la busco en el Aposento de María y veo unos cuadros en las paredes con pasajes del libro “María”.
–¡Cuán feliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de ese viaje no se hubiese interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella! –leo en voz alta tratando de asimilar.
–Las almas como las de María ignoran el lenguaje mundano del amor; pero se doblegan estremeciéndose a la primera caricia de aquel a quien aman, como la adormidera de los bosques bajo el ala de los vientos –leo en otro cuadro de la pared.
Y la historia de María vuelve a apoderarse de mí. Un viaje los había separado, pese a eso, todavía se amaban. Efraín había vivido un amor como el mío; quizá que María Antonia sea tan parecida a María y que mi amor sea tan similar al que sintió Efraín, es una señal –aunque yo no crea mucho en eso–. Alguien, algo o la misma vida, quiere que yo entienda: esto ya había pasado, alguien ya había sufrido tanto como yo, ¡y vivió para contarlo! No solo eso, había inmortalizado su amor en una novela. Puede que sea eso lo que me motivó a hacer este intento; puede que esta sea la única forma de que un gran amor sobreviva, que perdure en el tiempo.
–¿Y si yo soy Efraín? –me pregunto.

Esa pregunta es mi último pensamiento. Me sumerjo en este bosque profundo y me dejo llevar. Paseo por las faldas de las montañas con un tinte azulado, me detengo en la ventana a apreciar el valle. Me prendo un cigarrillo para que me acompañe en este placentero paseo. Los colores se mezclan, unos con otros. El calor se hace más intenso. Sigo pensando en ella y me repito:¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amé! buscándola, queriendo que aparezca una última vez. Miro el extremo del cigarrillo, el fuego y la ceniza forman figuras. Doy una pitada y, por fin, vuelve a aparecer su cara en el infierno cilíndrico de papel. Cierro los ojos. Los abro, y ha vuelto a irse. El olor a quema de caña empieza a entrar en mi nariz. Puedo ver cómo el humo sube en forma de espiral entre la inmensidad del bosque. El calor sigue en aumento; siento el sol del valle golpeando mi cara.
¿Alguien puede decir el momento exacto en el que un paraíso se transforma en un infierno? Ese preciso momento en el que un tinte azulado se transforma en el rojo más violento; cuando el olor a rosas deja de embriagarnos para intoxicarnos. Ese momento en el que una cara angelical se transforma en un demonio casi imposible de mirar. Ahora, el calor es casi insoportable. Pienso en vos, María Antonia y descubro el momento exacto: el inicio de este amor, o mejor dicho mi amor. María murió a causa de una enfermedad agravada por la tristeza de no tener cerca a su amado. Efraín vivió: ¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara! escribió con profundo dolor el día que su alma se fue con ella, como me sucedió a mí. De pronto, despierto perdido, como alguien que ha permanecido en este estado durante años. “El Valle del Cauca” arde como aquella llama en la que reparé por un tiempo. No tengo salida. Todo llega a su fin.
Con los ojos entreabiertos queriendo cerrarse para siempre, en mi último suspiro veo tu cara y puedo decir, con la esperanza de que, si realmente seguís ahí, llegue hasta vos: ¡Cuánto te amé!.